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La tauromaquia en América

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 LA TAUROMAQUIA EN AMÉRICA

Entre el verdadero maremágnum de conquistados y conquistadores, ya americanos todos, predomina el carácter español, que fue el primitivo (conquistador), y por afinidad, sus aficiones y costumbres.

Todas las obras teatrales españolas tienen fácil acogida en sus escenarios; los poetas de allá adoptan con fervoroso entusiasmo a los nuestros; los comediantes españoles solo guardan de América recuerdos dulces, y en ella ponen sus esperanzas del porvenir y, últimamente, nuestros toreros en cuanto pisan el suelo de una de esas ciudades más entusiastas por nuestra fiesta, México, por ejemplo, se aclimatan allí, y dejan transcurrir los años sin acordarse de volver a España.

Algunas de las principales figuras del toreo español han pasado por México, dejando allí una memoria imperecedera.

Los toreros de allí llegaron a las plazas españolas, y el público en masa les tributó ovaciones sin cuento.

Considerando, qué en México, se crían toros de bastante alzada y bravura, pero inferiores a los de España, de tal modo que bien puede asegurarse que los menos bravos (no los mansos), son superiores a los de más coraje y pujanza de aquellas regiones.

La causa de ello está en el clima y en que los pastos de España son más sustanciosos y fuertes que los de aquellas regiones, aunque en verdad menos abundantes; pero su calidad hace a los toros ligeros, duros y poderosos en sus acometidas, mientras los americanos son tardos y flojos.

Esto explica el que con ellos puedan ejecutarse suertes que con los españoles no podrían llevarse a cabo sin grave riesgo de quien lo intentara.

Las suertes que, desde qué se practica el toreo en América ejecutaban y aun ejecutan a pie los naturales del país, tienen mucha semejanza con cuantas vemos efectuar en las capeas españolas, pudiendo presumir, en consecuencia, que llevada esta afición por nuestros compatriotas a aquellas regiones, cuando aún el toreo no había llegado al emporio a que ha llegado después, los americanos hicieron progresar aquel toreo a su manera, introduciendo nada más ligeras variaciones, para poner de manifiesto su arte, su frenético valor, y más que nada, su pericia como jinetes y adiestradores.

Entre las distintas suertes que allí se han ejecutado hasta ocurrir la emigración de toreros españoles que iban a América a buscar aplausos y fortuna y gloria, figuraba la de cercar al toro un pelotón de hombres armados de una especie de chuzos o lanzones, con los que herían al animal en los cuartos delanteros, con predilección, desjarretándole luego, es decir, exactamente lo mismo que se practicaba en nuestras corridas cuando después de rejoneado un toro, o en la imposibilidad de ejecutar con él suerte alguna, se daba la orden de desjarrete, cosa que por vergüenza nuestra se lleva aún a cabo en algunos pueblos de España.

La suerte de banderillas era un mal remedo de la manera de ejecutarlo en nuestras plazas.

Los individuos que habían de colocarlas tomaban un arpón en la mano derecha, y se iban al toro de cualquier modo y sin arte, y le clavaban en donde les venía a mano, después de diferentes mojigangas y juguetees del peor gusto, y en los que la mayor parte de las veces salían arrollados y atropellados, cuando no eran víctimas de algún percance de más transcendencia.

Las suertes de capa estaban a la misma altura, y se toreaba en pelotón, sin orden ni concierto, como en las susodichas capeas, procurando únicamente eludir la acometida del toro, el que, por su propia falta de facultades y bravura, quedaba manso a los pocos capotazos que sufría.

Pero si el toreo de a pie puede decirse que estaba en la infancia en aquellas regiones hasta hace unos treinta años, en cambio en el toreo a caballo nos llevan considerable ventaja, según asegura también uno de nuestros principales escritores taurinos.

Ni aquí faltan jinetes excelentes ni en América deja de haber hombres con las condiciones necesarias para poder ejecutar todas las suertes del toreo a pie; pero lo seguro es que el uno es privilegio de los toreros españoles, y el otro lo es de los americanos, de quienes se puede decir, sin vacilación ni asomo de duda, que son los primeros jinetes del universo, entre los que se distinguen, en primer término, los gauchos de la región andina y los indios e hijos de México.

La diversión favorita de éstos, su mayor goce, estriba en perseguir reses bravas, en acosarlas, en lazarlas y aun en montarlas si llega la ocasión, atravesando llanuras, venciendo obstáculos, subiendo y bajando escarpados cerros, salvando ríos y hasta metiéndose en donde sólo las fieras buscan su guarida para conseguir su objeto, haciendo presa en la res brava (1), de la que salieron en persecución y que al fin de la jornada se entrega jadeante y aburrida. 

De este ejercicio dimanan todas las suertes de a caballo, ese toreo que con tan singular maestría se lleva a efecto en la república mexicana, fiando todo los que lo ejecutan no sólo a su valor, sino a su destreza maravillosa y a su habilidad en el arte de la jineta. 

 

Por aquellos remotos países han cruzado las personalidades más sobresalientes en nuestra historia del toreo; pero entonces México tenía ya un toreo propio. 

El conjunto no era igual, los detalles sí; la levadura de España mezclada a la sangre ardiente del azteca, tenía que buscar ese espectáculo grandioso que ofrece el riesgo continuo y ocasión de demostrar el valor sin límites, la gallardía del cuerpo y el tesón del alma. No bastaba al mexicano, hijo de españoles, seguir con vista perezosa al cóndor que remonta los nevados picos del Anáhuac, o entregarse en los inextricables bosques a la persecución del bisonte y el toro amizclado como el indio; no satisfacía a su corazón montar el potro y tender el lazo para aprisionar al mesteño (2). Sus antecesores le habían hablado de su país natal; las brisas del Pacífico traían tal vez entre sus ráfagas el hálito perfumado de los azahares de Andalucía, y aquellas estrellas que reflejaban su luz temblorosa en la corriente del Zacatula y aquel sol que producía iris espléndidos en los saltos de agua del Juanacuatlán, iban a reflejarse también sobre la pausada corriente del Guadalquivir y sobre las crestas de las olas que van a morir junto a la Caleta de Cádiz.

  

En recuerdo, admiración y respeto a Don Leopoldo Vázquez y Rodríguez – Don Luís Gandullo - Don Leopoldo López del Saá - La Tauromaquia - 1895

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(1) Toros salvajes, búfalos, bisontes, y otras fieras que por sus condiciones es expuesto el cobrarlas por otros medios.

(2) Caballo salvaje