*** SUERTES DE BANDERILLAS - CONCEPTO ***
SUERTES DE BANDERILLAS - CONCEPTO -
Cuando el prolongado toque de clarín anuncia la variación del tercio, y por la puerta de caballos desaparecen bridones y jinetes, y destacándose del rojo fondo de la barrera avanzan los dos banderilleros encargados de consumar la suerte, el ánimo de los espectadores sufre una impresión nueva.
A la lidia de sangre sustituye la de la gallardía; al choque brutal del cuerpo contra el cuerpo, al resoplido de dolor, al mugido de rabia, sucede un ruido tenue y percibido apenas, el del banderillero que corre haciendo sonar los alamares de su vestido; el de la arena rozada ásperamente por la hendida pezuña del toro; el de la seda que se arrastra empapándose quizá en los cuajarones sanguinolentos que escapan aún por la entreabierta herida del corcel caído; el grito viril y poderoso del cite; el rumor de reflujo simulado por la res al remover la tierra volviéndose furioso en la acometida, y, por último, el aplauso, halago de la vanidad, brotando espontáneamente como un tiroteo sostenido por las guerrillas del entusiasmo.
Sobre el reluciente lomo del animal, donde brilla extensa mancha de sangre, resplandece el sol, que al mismo tiempo fulgura, quebrándose con vivos reflejos en los adornos metálicos del traje del lidiador que cita, y en aquel mismo rayo de luz, hombre y fiera, enemigos heterogéneos, se encuentran, se cruzan, tratando de herirse, esquivando el riesgo hasta salir fiera y hombre en dirección distinta, el toro con más sangre aún, y el torero con la satisfacción de haber probado nuevamente su habilidad.
La banderilla no es otra cosa, y bien puede conocerse a poco que se pase la atención en ello, que un instrumento derivado del antiguo rejón.
Cuando la vara de detener vino a sustituir a éste, y poco después de emplear el famoso Francisco Romero espada y muleta en aquella época en que las corridas de toros comenzaron a ser lo que son y a practicarse más ordenadamente, empezaron a usarse por los lidiadores de a pie los arponcillos, aplicándose para castigar más a las reses que habían de ser muertas a estoque.
Estos arponcillos, muy semejantes a las banderillas que hoy se usan, se clavaban al principio una a una, saliendo a la carrera y siguiendo la del toro, llevando en la otra mano un capote para librar mejor el cuerpo de la acometida de la res una vez conseguido el objeto.
Los encargados de esta operación no guardaban turno para practicarla, sino que el que primero llegaba, aquel los ponía a tener ocasión, sin guardar turnos, sin reparar el sitio en que herían, y teniendo como muy indecoroso el no conseguirlo o que se cayeran en el momento de soltarlas.
Tiempo después, y cuando los Romeros organizaron las cuadrillas, entraron en orden los banderilleros, y ya guardaban turno para ejecutar la suerte.
Don Eugenio García Barañaga, en sus Reglas para torear á pie, impresas en Madrid el año de 1750, dice al ocuparse de la suerte de banderillear:
«La acción que es mejor vista, por lo muy arriesgada, es cuando se le pone la vanderilla al Toro frente a frente: hácese teniéndola en la mano prevenida y puesta de perfil (no olvidando a qué lado tira el toro sus más continuos golpes) dexándole primero dar el golpe, le plantará su vanderilla, haciendo un compás quebrado, y dos pasos atrás muy prontamente.»
No es posible fijar la fecha en que se estableció la práctica de colocar a pares las banderillas, ni quién fue el lidiador que primero lo ejecutara, aunque no falta quien lo atribuya al célebre licenciado Falces.
Lo único que sobre este caso se sabe, es que en los últimos años del siglo anterior se colocaban ya de este modo.
Desde entonces la suerte de banderillas ha venido progresando sin interrupción, señalándose su mayor perfeccionamiento desde la aparición en los cosos taurinos del acreditado diestro Antonio Carmena (Gordito), al que han seguido Lagartijo, Chicorro, Cara-ancha, Gallo y Rafael Guerra, que han alcanzado en esta suerte la mayor perfección posible, asombrando a los públicos con su manera de ejecutarla.
La banderilla, como ya se sabe, consiste en un palo adornado generalmente con papeles picados de color, cintas, flores y otros objetos de capricho.
Estos palos, cuya longitud no debe exceder de sesenta y ocho centímetros, llevan en uno de sus extremos una puya terminada en forma de arpón. El espacio que queda al descubierto es de seis centímetros.
Algunas veces los diestros, para dar lucimiento a la suerte y demostrar que la ejecutan a la perfección, suelen emplear al efecto banderillas denominadas de a cuarta, por tener poco más o menos esta medida.
Hay otra clase de banderillas llamadas de fuego, que tienen las mismas dimensiones que las ordinarias, y llevan una armadura de cartuchos de pólvora y petardos, unidos entre sí por una mecha que por un sencillo mecanismo, consistente en una yesca encendida al extremo superior del hierro, que sube al ser clavado el palo, da fuego a la pólvora.
Esta clase de banderillas, que en un principio, a fines del pasado siglo, se utilizaban únicamente para dar más variedad al espectáculo, y que por primera vez fueron empleadas en la plaza de Aranjuez en el año 1791, por su inventor José Ruiz (el Calesero], que las colocaba a caballo, sirvieron después para castigar a los toros que no cumplían en el primer tercio, en sustitución de los perros de presa, aplicación que hoy día tienen.
Las banderillas de esta clase llevan generalmente la puya de doble arponcillo, aunque también se construyen con puya ordinaria, siendo aquellas más ventajosas por su dificultad de desprenderse una vez clavadas.
Las banderillas de lujo, que se emplean únicamente en corridas de gran aparato, no son de las que más gusta colocar a los toreros, porque a veces con el volumen que se imprime a los adornos no se puede distinguir tan bien el sitio en que se clavan.
Las figuras del siguiente cuadro dan clara idea de estos utensilios, que tienen por objeto quitar facultades a los toros, haciéndoles sufrir destronques y ahormarles la cabeza.
En recuerdo, admiración y respeto a D. Leopoldo Vázquez y Rodríguez, Luís Gandullo y D. Leopoldo López de Saá - La Tauromaquia - 1895