PROEMIO
En tiempo de Carlos IV llegó a su apogeo la fiesta nacional; alcanzando el decidido favor de la Corte y de los pueblos más importantes de la Península; datando de este período las primeras Plazas, con destino a la lidia de reses bravas; si bien el temor a que variase el rumbo de aquel patrocinio influyó en que las Juntas benéficas, como las Empresas particulares, restringieran los gastos; siendo pocas las graderías de piedra o material, y demasiado comunes las andamiadas de madera, con exposición de la concurrencia, y a riesgo de accidentes desastrosos, de que por fortuna se dieron pocos ejemplos.
La antigüedad de los toreros databa de la época, en que justificaban por cartel haber lidiado en Madrid y Reales sitios; en Plazas de Maestranza; Circos a cargo de Juntas benéficas, y por último, en Capitales que tuvieran sitio fijo para el espectáculo; y las Justicias consagraron con repetidas providencias en este sentido las alegaciones de los jefes de cuadrillas; instituyendo jurisprudencia, respetada hasta el tiempo de Francisco Montes, quien rompió resueltamente con estas tradiciones del ejercicio; poniendo por cláusula que había de torear el primero con todos los diestros de su época, excepción hecha del maestro Juan León.
Trazado pues, el curso progresivo, que convirtió en festejo nacional la lidia de reses bravas; ejercicio primero de carácter agreste; luego muestra de habilidad y gallardía en cosos, plazas y palenques, y después alarde bizarro en las solemnes ocasiones de públicos regocijos, y fiestas religiosas y cívicas. Naturalmente hubieron de señalarse en estas lidias los distritos, en que había ganado bravo; y las comarcas andaluza, extremeña, castellana vieja, riojana y navarra, adoptaron la diversión de correr y jugar toros, como primera entre sus expansiones de alborozo; habiendo peones de lidia, que eran prácticos y conocedores en las toradas, y caballeros que reunían a la condición de jinetes la de intrépidos rejoneadores; picando de vara corta, al recorte de sus amaestrados caballos, o de vara larga, esperando al toro y sujetándolo en su acometida, mientras rehurtaban de la embestida a sus cabalgaduras, buscándoles salida por el lado contrario del arranque.
En el tránsito de estas lidias a la categoría de espectáculos no solo hubieron de consultarse las especiales condiciones de cada provincia, sino que influyeron poderosamente en la manera de ser de tales diversiones la índole particular de las ganaderías, el consiguiente sistema de toreo, y las tendencias de cada público, según eran afectos a la gallardía, a la temeraria exposición, al jugueteo en las suertes con el bruto astado. Así vemos en la historia de estas lidias que en tanto que “Bellon” y “los Palomos en Andalucía” introducen la escuela de quiebros, recortes y cambios, método de los Africanos y reflejo del sistema árabe, Barcáiztegui, conocido por “Martincho”, naturaliza en el país vasco esas suertes terribles, que hoy conocemos por las láminas al agua-fuerte del ilustre Goya, y que demuestran un arrojo, en que se jugaba la vida, siendo tan fácil una catástrofe en esas luchas del hombre con la fiera de poder a poder, como decía el maestro Juan León. De provincia a provincia debieron marcarse las diferencias en la lid a proporción que diferían las condiciones del ganado; porque a la propia dosis de bravura de los toros, las castas andaluzas obedecen más a los envites de los lidiadores, al paso que los toros castellanos son más tardos y paran más en las suertes; por cuya razón los lidiadores andaluces se acostumbran mejor a recibir las reses y los castellanos se avezan a buscarlas para consumar las suertes. Así se explica la repugnancia de “Costillares” y de “Hillo” a luchar con toros castellanos, manifestada en una solicitud al Corregidor de Madrid, que dio lugar al choque de estos diestros sevillanos con el matador de Ronda, Pedro Romero. Así también se entiende cómo banderilleros, justamente aplaudidos en Andalucía, parecen desorientados en la plaza de Madrid, y en las corridas primeras; hasta decidirse a mudar de bisiesto(1), haciendo por el loro, en lugar de ahorrarse la mitad de la suerte, dejándole llegar al centro de la misma.
En los accidentes del festejo nacional, privativos a las diferentes provincias de España, se estudian las diversas tradiciones de raza, genial y costumbres de cada una; así como se rastrean las peripecias que en cada una han traído el toreo de ejercicio rural a público espectáculo. Es curioso en este punto escuchar los comentarios de las cuadrillas en sus continuos y sucesivos trabajos en diferentes plazas, donde los públicos tienen exigencias, a fuer de inteligentes; marcan tipo a las lides, porque propenden ya al toreo parado, ya al toreo movido; o bien se inclinan a favor de suertes vistosas, no sabiendo apreciar lo que puede llamarse clásico en este género de ejercicios.
Aunque la lidia de toros no tuviese otra ventaja que la de ofrecer al observador el panorama más lúcido y completo de las poblaciones, merecería estima preferente entre todos los espectáculos: porque el extranjero, juez harto competente en la materia, es quien aprecia y ensalza esta vistosa y alegre síntesis de los vecindarios, afluyendo en bullicioso tropel a la plaza; acomodándose en sus varias localidades con excitación atractiva, y presentando un cuadro, o mejor dicho, una serie de cuadros, que hasta al más acostumbrado al prestigio de tal golpe de vista conmueven y entusiasman.
En regiones distantes de nuestra España, en climas bien opuestos a nuestro clima, entre gentes, que en nada participan de nuestros gustos y de nuestros hábitos, yo he oído, con íntima fruición(2) y satisfacción inexplicable, las impresiones profundas y gratísimas que de nuestros circos taurinos conservaban no pocas celebridades políticas, científicas, literarias, en artes e industrias; escuchando de su boca el testimonio de gustosa admiración, tributado a las corridas de la sin par Valencia, de la heroica Zaragoza, de la altiva Pamplona, de la coronada villa, de la aristocrática Ronda, del puerto de Santa María, joyel(3) de la Andalucía baja, de Cádiz, la perla del Océano. Cuando escuchaba estos elogios, no podía menos de recordar que en mi país existían gentes, que no por manía de sabio o por tema de carácter sino por anhelo de singularidad y prurito de distinción, reclamaban la abolición de estas lidias, objeto de conversaciones animadas y descriptivas entre personas de alta condición en el extranjero.
Los primeros maestros de la tauromaquia, así andaluces, como castellanos y navarros, se ajustaban con sus jinetes y peones de lidia, discípulos suyos en su mayor parte, o cuando menos fiados en su pericia por hombres, como aquellos espadas, cuidadosos de su crédito y celosos por el lustre y prestigio de sus cuadrillas. No eran dables(4) las improvisaciones en el toreo; porque dependientes tales festejos de licencias sucesivas de las autoridades, éstas se guardaban muy bien de otorgarlas sin haberse cerciorado primero de que todas las condiciones de lidias estaban superabundantemente atendidas; desde la responsabilidad del diestro, con relación a sus auxiliares en la lucha, hasta los más mínimos detalles y accesorios del espectáculo. Hasta novilladas y capeas, como fueran de las llamadas de cartel o sea mediante precio, se ejecutaban bajo la dirección de un medio-espada, jefe de los peones, y quedaba solo para ensayarse a los aficionados el toro de cuerda, el becerro eral o el ejercicio privado en corralones y toriles. Así se evitaban esas tragedias, en que la inexperiencia arrogante desafía peligros, que no alcanza a comprender en su cruel extensión, cuando los provoca con esa audacia, que recibe tan digno como doloroso premio.
Cuando se multiplicaron las plazas, creándose los contratistas, que o tomaban en arrendamiento las lidias, concedidas a establecimientos de Beneficencia, o bien se procuraban permisos de las autoridades para determinado número de vistas de toros, fueron recibidos algunos toreadores, que no procedían de enseñanza de los diestros de nombradía en aquella época; empezando por entonces una improvisación, que sin embargo de serlo, no ofrecía los peligros de hoy; tanto porque las empresas no eran numerosas, cuanto por el requisito de torear en plazas de Maestranza, primer fundamento de la antigüedad en la profesión, y origen único de una reputación bien asentada. Las escuelas de Ronda y de Sevilla debieron su auge a la severidad con que procedían Romero, Costillares y Delgado; no permitiendo que sus respectivos subalternos se entregaran a las arbitrariedades caprichosas, que anticipan los rangos a los méritos para obtenerlos y legitimarlos. Algo menos escrupulosos los espadas castellanos, no fundaron escuela; porque no partían de esa unidad, que da una autorizada enseñanza, con aplicación a las diversas facultades de los discípulos, que dentro de un propio sistema desarrollan especialidades diferentes, ensanchando la órbita de los medios y recursos de un ejercicio cualquiera.
Por emanciparse de la saludable disciplina de competentes directores, acaecieron muchas desgracias, que evitaran prevenciones contra la lidia de toros; y desde “Hillo” al menor de los Romeros, la temeridad ofrece palpitantes lecciones de escarmiento, que con su saber táctico evitaran los Romeros y Costillares, y más tarde los Ruizes y Leones.
La tan criticada escuela de tauromaquia preservadora, establecida en Sevilla, creó una pléyade(5) de lidiadores de primera nota, como Paquiro, Cúchares, Domínguez, Just con otros banderilleros de gran valía, cuyos nombres bien merecen los honores de la celebridad; trascendiendo los frutos de aquella enseñanza a discípulos de los discípulos de dicha escuela; sobresaliendo entre todos José Redondo (el Chiclanero), único en conciliar en su simpática persona el toreo parado de los Rondeños y el toreo movido de los Sevillanos.
En recuerdo, admiración y respeto a Don José Velázquez y Sánchez - Anales del Toreo - 1868
1) mudar de bisiesto. variar de lenguaje o de conducta.
2) fruición. goce muy vivo en el bien que alguien posee. Complacencia, goce.
3) joyel. joya pequeña.
4) dable. hacedero, posible.
5) pléyade. grupo de personas famosas, especialmente en las letras, que viven en la misma época.