RECUERDOS DE ANTAÑO - Por: D. Pascual Millán Cabrera "Varetazos"
Rafael Molina Sánchez "Lagartijo"
Salvador Sánchez Povedano "Frascuelo"
RECUERDOS DE ANTAÑO
Entre la desaparición del toreo antiguo y la gran época de Lagartijo y Frascuelo, hay un período en la historia de nuestra fiesta que tiene verdadero interés.
Para el toreo fue aquel un período de transición. En él había representantes de la escuela antigua, de la clásica, de la que se parapetó en la suerte de recibir y tuvo el volapié como una estocada de recurso, sólo aplicable en ciertos toros; en él estaban algunos discípulos de Romero, que si no le vieron torear escucharon sus consejos y aprendieron sus teorías; en él existían toreros con un arte personal, que habían alternado con Paquiro y el Chiclanero, que conocían todas las suertes que aquéllos hicieran, pero que las dejaron relegadas al olvido, creándose un «estilo» propio, juguetón, alegro, de mucha defensa y de no poco efecto; en él estaban los que cifrando su porvenir, su gloria, su nombre en el volapié, se arrancaban con él a ciertos toros, que hubieran puesto carne de gallina al mismísimo José Delgado.
En ese período se hallaba lo que iba a desaparecer para siempre y lo que nacía con extraordinario vigor.
Vemos allí a Manuel Domínguez, bravo entre los bravos, citando en corto a las reses, esperándolas a pie firme, como lo hicieran Montes y Redondo, y tumbándolas de hondas estocadas recibiendo; quizá no fueran ellas tan clásicas como las de los antiguos; pero al darlas, «el señor Manuel (y copio a un crítico de la época) ponía el corazón en la trencilla del estoque, y se lo volvía al pecho empapado en la sangre del toro».
Junto a aquel hombre rudo, tosco, que se había hecho temible en América con sus bríos y a quien todos respetaban por su enjundia, vemos a Cayetano Sanz, el espada distinguido, elegante, de aristocrático porte, quien bosquejaba al «meter la percalina» aquel cuadro que andando el tiempo llegó a «bordar» Lagartijo.
Y junto al clasicismo de aquellos lances, junto a la finura de aquellas suertes de capa, en las que el toro parecía domesticado por el diestro, venían los capotazos secos de Curro Cúchares, matador basto y de ventaja, pero que tenía un don especial para conocer los toros y se movía entre ellos con la absoluta confianza de verlos arrastrar.
Por eso, cuando su hija le anunció que pensaba casarse con el Tato, la dijo aquellas tan conocidísimas palabras:
—Miá, chiquiya, que tós los torero no son como tu pare, c'ar salí de casa pa torea dise güervo, y. . . güerve: los otro güerven en la camiya ú por los hilos.
¡Hermoso período de la tauromaquia, en el que se confundía lo antiguo y lo moderno, lo clásico y lo efectista ¡Hermoso período de la tauromaquia, en el que se confundía lo antiguo y lo moderno, lo clásico y lo efectista, el valor y la elegancia; en el que había picadores como Azaña, Marqueti, Pinto, Osuna, Trigo, el Naranjero, y banderilleros como el Regatero, Cuco, Muñiz y el Gordito; en el que se derrochó el arrojo y se prodigaron suertes como la de banderillear en silla, que dio al Gordito una inmensa popularidad!
Y alternando con aquellas figuras había otras secundarias que no descomponían el conjunto, que tenían su nombre y su significación en el arte y sin prestigio en la sociedad.
Ahí está, entre otras, la de Gonzalo Mora, diestro popularísimo en Madrid y querido de las gentes.
Todos, en más o en menos, eran admirados; todos tenían público que les aplaudiese; todos figuraban en primera línea en la vida social de aquel tiempo, porque todos eran toreros y personificaban al héroe popular, tantas veces descrito por mi humilde persona.
Por eso, por serlo en alto grado, por tener más significación que la de simples lidiadores, el pueblo los elevaba, como figuras sociales, a la altura de los políticos, de los artistas, de los pensadores, de los generales, de los banqueros de aquella época; y por eso sus retratos, sus caricaturas, hechas por artistas de mérito, se vendían como pan bendito y eran más apreciadas que las de aquellos «espadones» que por turno regían entonces la Nación.
Entre todos aquellos ídolos del público, hubo uno que sobrepujó a los demás y que logró atraer sobre su persona la admiración de España entera. Fue el Tato.
El Tato sintetizó una época; fue el torero de los arrojos, del ángel, del rumbo, de la filantropía. Sus volapiés en las tablas han quedado como típicos entre los aficionados que se los vieron dar. No reparaba al arrancarse en las condiciones del bicho (por eso sufrió la cogida que le obligó a retirarse); no se fijaba en el terreno que la res defendía; no rezaba con él lo del peso del toro en tal o cual sitio de la plaza; en todos los acometía y siempre se estrechaba tanto, que, como decía Cúchares, «el chiquiyo vasiaba con el cuerpo».
Y la prensa taurina de entonces, que tenía entusiasmo por la fiesta, que batallaba porque no decayese, que se enorgullecía escribiendo de toros, no era pródiga en alabanzas con aquellos hombres, sino que los trataba duramente, para que no se durmieran sobre sus laureles, para que no se envaneciesen con los aplausos, para tenerlos siempre a raya.
Y así vemos que faenas colosales de el Tato, actos de inimitable arrojo hechos con toros ladrones y yendo seguramente por una cornada, los juzga así el mejor revistero de aquella «centuria»:
«Sentimos cierto entusiasmo al verle a usted arrancar corto y derecho desde el pitón contrario; pero cuando le vimos enganchado de la franja derecha al salirse, por no vaciar lo suficiente, lamentamos ese tranquillo, que le ha costado a usted todas las cornadas que tiene. Las palmas recogidas en esta suerte marcan la buena acogida que algunos aficionados le dispensan; pero como esa fracción no es bastante autoridad para darle el veredicto de matador, debe Antonio enmendar esa falta de la mano izquierda . . .»
Y cuando el santo venía completamente de espaldas, el aludido revistero extremaba los ataques, llegando en una crítica a escribir lo siguiente refiriéndose a los tres matadores (uno de ellos el Tato):
«A juzgar por estas señales tan manifiestas, el público que los paga, que los ha levantado desde el polvo a la región donde se ostentan las chorreras y los brillantes, ya no se merece consideraciones. ¿Qué es esto? ¿Qué pasa? ¿Dónde está la dignidad de aquel artista, que el público lo rechaza y no rompe treinta escrituras que tuviera y se retira al último rincón del olvido, a comerse entre su familia el oro atesorado a expensas de la ignorancia? ¿Cómo entendéis el sentimiento de la gloria? ¿La sociedad que os mira, la historia que ha de juzgaros, nada dice á vuestros sentidos?»
Pero aún había más; aquellos periódicos severos llegaron a tener por avariciosos a hombres que cobraban una miseria y la derrochaban en seguida, a hombres que al retirarse voluntariamente de su profesión apenas tenían con qué vivir. Y esos periódicos publicaban grabados como el adjunto, en que se pinta al gran Romero despreciando los talegos de oro, que recogen afanosos aquellos matadores.
El tal grabado se titula Lo que va de ayer a hoy, y en aquel «hoy» el primer espada percibía 5.000 reales.
¡Avaricioso el Tato, v. gr., que habiendo sido la primera figura de su tiempo, eclipsado a la del héroe del Callao, personificado una tradición y una leyenda, se vio en la necesidad de admitir, para no morirse de hambre, una plaza en el matadero do Sevilla!
!Avaricioso aquel hombre, que por espléndido vio trocados los caireles de su chaquetilla, los brillantes de sus anillos, la seda de sus trajes, el oro de sus preseas, el terciopelo de sus gorras, en «un sombrero de fieltro negro, casi ya inservible por el uso; chaqueta de paño burdo, que dejaba ver la hilaza de su ruda contextura; pantalón raído; unas abarcas por zapatos finos y ajustados, y un ancho báculo ...! »
¡ Qué escribirían aquellos periódicos si conocieran a los matadores de hoy !
¡ Qué diría el Tato si viera lo que cobran y cómo lo ganan sus «compañeros» ¡
¡ Ah!, de fijo repetiría una vez más aquella frase que encerraba tanta amargura:
¡ Por qué no me habría dejado en la plaza Peregrino !
Por: VARETAZOS