LA HISTORIA TAURINA DE MÉJICO - IV -
La máscara, expresión artística mejicana.
No le hacía falta al pueblo mejicano, ya de por sí bullicioso, más que un virrey de carácter tan alegre como don Luis Enríquez de Guzmán para divertirse con exagerada frecuencia.
En 1651 los matarifes conmemoraron el día de la Santa Cruz con corridas de toros y una mascarada en la plazuela del Rostro; la lucha entre Moctezuma y Cortés y entre árabes, turcos y cristianos fue el tema de la representación. Después de muchas peripecias, tomadas de hechos verdaderos o figurados, al final siempre triunfaban los que en !a realidad habían sido los vencedores.
Esta especie de teatro al aire libre tuvo mucho éxito en Nueva España, porque su modo de ser, bastante semejante al ibérico, era muy dado a las expansiones, mitad místicas, mitad mundanas.
La máscara, una muestra de pudor exagerado, tiene entre los pueblos precolombinos una significación especial: así como los egipcios la usaban como defensa para sus muertos en el viaje final y los griegos para dar expresión al rostro de los actores, los aztecas las empleaban para ahuyentar a los espíritus maléficos que atacaban a sus dioses, y por ello se llegó a la desmesurada adoración de las máscaras, posteriormente evoluciona esta forma de pensar, y se tiene a la careta por un puente hacia lo ideal, algo que disfraza la verdadera expresión y pone al hombre en condiciones de disimular su personalidad cotidiana. Los mejicanos hicieron de la confección de máscaras un arte original, en el que se nota la influencia de sus antiguas creencias y del espíritu hispánico.
De esta forma, ataviadas las gentes con sus amplias y multicolores vestiduras y cubierto el rostro con variados antifaces, las mascaradas de Nueva España resultaban típicamente vistosas, y a veces, terroríficas.
En septiembre del mismo año en que se celebró la fiesta de la Santa Cruz hubo en Méjico una fuerte epidemia; pero mientras por las calles, en "procesiones de sangre", una parte de la población imploraba benevolencia a la misericordia divina, la otra se divertía en la Plaza de toros. Esto, y las corridas que tuvieron lugar el mismo mes del año 1652, para festejar su cumpleaños, demuestra que no es gratuita la afirmación inicial sobre el temperamento alegre de don Luís. Y menos mal que para estas últimas funciones regalaron los toros los condes de Calimaya y Orizaba y fray Jerónimo de Aranda, provincial de la Orden de la Merced.
La Real y Pontificia Universidad de Méjico, a imitación de lo que hacían las Universidades españolas el día de la Inmaculada Concepción, organizó numerosos actos en enero de 1653: religiosos el día 18, una comedia el día 19, en la calle de los Plateros, donde éstos habían levantado un argentífero altar en honor de María Santísima: al siguiente día, una corrida de toros: el 21, una mascarada de estudiantes, con la puesta en escena de lo ocurrido en la ciudad de Troya y el robo de Elena. En las fechas siguientes continuó la mascarada y hasta hubo certámenes poéticos. ¡Buen programa de fiestas que envidiaría cualquier pueblo de España y aun la carnavalesca Venecia!
El siguiente virrey, el duque de Alburquerque llegado a Nueva España el 15 de agosto de 1653, fue mucho más precavido que sus antecesores, y se llevó de nuestra península todo lo que necesitaba para engalanar su palacio; después obligó a sus súbditos a organizar una serie casi interminable de festejos, al extremo que todavía duraban el día de la Natividad.
Suspendió la prohibición que existía de celebrar corridas en domingo, y con los pretextos más fútiles siempre tuvo a la población en jaque. En mayo de 1658, por el parto feliz de la reina: en julio de 1659, por el nacimiento de otro infante: en 1662, por el cumpleaños del príncipe. En fin, que sus fechas preferidas eran las de las onomásticas reales, y el buen virrey las debía de tener apuntadas para que no se pasase una sin celebrarlo.
Poco duró en el poder el sustituto del duque de Alburquerque, el conde de Baños, a quien sucedió el 7 de octubre de 1664, el marqués de Mancera, que, al presenciar la corrida que tuvo lugar a su llegada, fue silbado por los espectadores, más bien en recuerdo de su poco popular predecesor que por desprecio a su persona.
No era muy aficionado a los toros este virrey, y durante el tiempo de su gestión gubernamental sólo se celebró una corrida, en 1669. Le agradaba mucho más presenciar una sesión teatral o pasar el tiempo en juegos de sociedad. Pero su mandato fue corto, como el de don Pedro Muñoz de Colón y Portugal, duque de Veragua, que murió a los veintitrés días de llegar a Méjico, el 9 de diciembre de 1673, y cuando fray Payo Enríquez Afán de Ribera, en 1675, se hizo cargo del virreinato, volvieron a celebrarse festejos taurinos; en febrero del mismo año, por haber sido nombrado el fraile-virrey capitán general de Nueva España, y en noviembre, en homenaje del rey por su cumpleaños.
El auge o decaimiento de la fiesta de toros en esta época depende únicamente de la arbitrariedad de los virreyes, que sólo tienen en cuenta sus aficiones personales, aunque sea en perjuicio de los gustos populares.
Por: BARICO II
En recuerdo, admiración y respeto a Don Benjamín Bentura Remacha
BDCYL - Semanario Gráfico de los Toros – El Ruedo – Madrid, 10 de diciembre de 1953.