SUERTE DE PICAR A LOS TOROS BRAVOS
SUERTE DE PICAR A LOS TOROS BRAVOS
La suerte de picar, la más primitiva y base de las tres de que consta el toreo (1), e indudablemente la más precisa para el mayor lucimiento de cuantas han de ejecutarse con posterioridad, tiene por único objeto parar y castigar a los toros en debida forma, y conseguir lo que se llama ahormarles la cabeza.
Lógico es, por tanto, asegurar que de la buena o mala ejecución de esta suerte depende el que los toros lleguen mejor o peor a los tercios restantes.
Para que la forma del castigo se ajuste a lo preceptuado, se les ha de picar en los rubios, haciéndoles torcer el cuello, echándoles hacia delante, quebrantándolos y logrando que humillen, sin enseñarles á tomar peso en la cabeza, puesto que, de no ejecutarlo así, los toros aprenden a romanear en los caballos y a retener los cuerpos después de su primer derrote, adquiriendo infinidad de resabios.
Si para ser un buen torero de a pie, es necesario reunir determinadas cualidades, igualmente para ser buen picador son precisas otras, sin las que no podrá ejecutarse la suerte en la forma en que se debe hacer para no descomponer a los toros ni enseñarles resabios cuyas consecuencias han de tocar acto seguido el espada en los quites y en el momento de matar, y el peón al banderillearlos y correrlos.
El picador debe tener valor como condición indispensable, ser de complexión robusta y poseer el dominio completo del arte a que se dedica siendo además un buen jinete.
El valor, y no la temeridad, para, ver llegar los toros, y comprender en el momento cómo debe tomar a su adversario y despedirle.
La robustez para poder contrarrestar en primer término la brutal acometida del toro, haciéndole salir por delante de la cabeza del caballo al mismo tiempo que rige a éste en opuesto sentido.
Sin esta facultad, tomando la suerte de picar por simple vocación y dando al olvido que se necesita, no ya la pujanza del brazo, sino la firmeza de todo el cuerpo, para afrontar y sostener el ímpetu de la res, es como salen los malos picadores, menudean las cogidas y se ha llegado a mantener entre el público la idea de que esta suerte no es sino un motivo para matar caballos y hacer ostentación de un espectáculo sangriento.
Cuando salta al redondel un toro en medianas condiciones, que sin ser un prodigio en valentía y poder, sabe llegar y prodiga al menor acosón una voltereta, el público grita frenético pidiendo caballos, caballos, pero debería gritar solamente brazos, brazos y picadores.
Y como, dicho está, que la suerte de vara no sólo consiste en picar mucho y apretar mucho, sino en saber además cómo y dónde se pica, y en conocer desde el primer momento las condiciones del toro contra el que va a ejecutarse, he aquí que el picador necesita, como requisito indispensable, buen golpe de vista para elegir aquellos sitios en que pueda llevar ventaja, observar bien hacia qué lado toma sus querencias el animal, lugares en que más pesa, según se dice en lenguaje taurómaco, y dónde puede haber menos exposición para la caída.
Por lo común, y claro es que en todo hay excepciones, el picador no es sino un hombre que se sabe tener a caballo, contando, desde luego, con que la montura que se le entregue, lejos de desbocarse o caracolear, apenas si podrá sostener el peso de la mona de su jinete.
Cuando el toro está en suerte, el caballo no entra. Se ven dos piernas amarillas moverse y espolear a intervalos iguales el vientre del animal, sin causarle la menor impresión. Si se acerca, casi siempre es por el dolor del varazo que propina el indispensable mono.
¿De qué depende esto?
Sencillísima es la respuesta. El picador no podrá ser nunca perfecto, si a las condiciones precisas de robustez y valor no reúne la de ser un consumado jinete, manteniéndose erguido sobre el sillín, marcando con airosos movimientos la dirección que debe tomar el caballo, teniendo fuertes las rodillas, para ayudar la tensión de las riendas hacia un lado ú otro y hacerlo retroceder o avanzar en caso oportuno.
A esto se nos puede hacer una objeción muy lógica.
La de que los caballos que se suelen proporcionar no son los más a propósito para demostrar las aptitudes de jinete que cada cual pueda tener; que los referidos caballos suelen ser locos, estar mal arrendados y algunos, quizá la mayor parte de ellos, no han servido para montar hasta entonces; que suelen ser duros de boca, tener resabios y , en fin, todos los múltiples defectos que pueden explicar la razón de por qué se los desecha y da para sucumbir en la plaza.
Pero para eso está la prueba y su necesidad consignada en el reglamento: para escoger animales avisados de boca y con la resistencia consiguiente y la alzada prescrita.
El caballo para la lidia debe reunir estas condiciones:
Dureza en los remos.
Resistencia en los cuartos traseros, para que el picador pueda mantenerse en la suerte, pues si bien es verdad que en el momento de picar el esfuerzo se produce de atrás hacia delante, el equilibrio de esa fuerza está en los riñones del picador, y cuanta más resistencia ofrezca el punto de apoyo, o sea el caballo, mayor será la eficacia del antedicho esfuerzo.
Por consecuencia, parece natural que teniendo esto en cuenta, y si la vida del animal estuviera más garantizada, con la seguridad de que habían de montarle buenos picadores, los veedores veterinarios podrían emplear más rigor, desechando para la lidia a los caballos patiabiertos o resentidos de piernas, a no desprenderse de su aspecto general que los antedichos caballos estaban dotados de la suficiente energía para compensar estos defectos.
Soltura en la boca, y, por consiguiente, docilidad para las riendas.
Carencia absoluta de resabios que pueden ocasionar peligros inminentes para el picador, tales como el de ponerse continuamente de manos, descubriendo el vientre y ofreciendo un blanco terrible para la cornada, y una caída tremenda para el jinete.
Si fuesen demasiado prontos, se debe procurar cansarlos, aunque no con exceso, antes de la corrida.
Entre las denominaciones taurinas que imprescindiblemente hay que emplear en esta obra como en todas las que traten de toros, pues nada hay como ellas que exprese tan gráficamente los conceptos, está la de agarrarse bien a la tierra, que es el convencimiento, o, mejor dicho, la concepción de cómo se ha de ejecutar la suerte o mantener la situación que el picador desea guardar para no perderla a cada movimiento que hagan en la referida suerte.
El lidiador de a caballo no debe soltar la garrocha a no estar la suerte perdida; es decir, a no ser que el toro haya entrado al caballo y el jinete se vea en la precisión, triste por cierto, de dejar la vara y cogerse á los bordones de la silla; pero cuando esto suceda, procurará no perder de vista la forma en que el toro cornea al caballo, y gobernará a éste a fin de sacarlo de la acometida, ya que no pudo detenerlo o no supo emplear la mano izquierda, pero sin soltar las riendas en ninguna ocasión, ni aun en la caída si es inevitable.
En caso de caer, procurará hacerlo reunido con el caballo, y sin trocarse en la caída, es decir, sin quedar con la cabeza hacia las ancas y los pies hacia el cuello, porque ya que no la exposición de sufrir una cogida del toro, tiene la de estar expuesto a recibir un par de coces en la cara y quedar al descubierto si el potro se incorpora en seguida.
Una vez en el suelo debe agarrar las riendas lo más cerca posible de la boca del caballo para sujetarlo y taparse con él, como igualmente sacar los pies de los estribos en el momento de ir a caer, para no quedar cogido y ser arrastrado si el jaco se incorpora y sale de estampía, como vulgarmente se dice.
Ha de procurar igualmente al caer que quede entre él y el toro el cuerpo del caballo, así como desviarse de las ancas, pues el toro, como es natural, cornea siempre la parte que le presenta mayor volumen.
El cogerse a las tablas a la primera embestida, que es lo que se conoce por nadar en los tableros, es ridículo, como es ridículo todo terror inusitado, y sólo deberá ejecutarse cuando se haya perdido el palo y se tenga el caballo herido de muerte, por seguir el bicho corneándole con verdadera saña.
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(1) Los primeros datos ocupándose de la lucha del hombre con el toro formando parte de los espectáculos públicos, los encontramos en una obra de Cayo Suetonio Tranquilo, que vivió por los años 63 a 74 de la Era cristiana.
Lleva por título Los doce Césares, y en ella, ocupándose de las diversiones que tenían lugar en tiempo de Tiberio Claudio por los años 41 al 44, dice:
«Además de las luchas de las cuadrigas dio espectáculos de juegos troyanos y cacerías africanas, ejecutados por una turma (escuadrón) de jinetes pretorianos con sus tribunos a la cabeza, y hasta el mismo prefecto con ellos.
También presentó a los jinetes tesalianos, que persiguen en el circo toros salvajes, les saltan sobre el lomo después de cansarles a la carrera, y los derriban cogiéndolos por los cuernos.»
«Los tesalianos, dice Plinio, han inventado una manera particular de matar los toros: un jinete se acerca a ellos al galope, los coge por un cuerno y les tuerce el cuello.»
El dictador César fue el primero que dio este espectáculo en Roma, por los años 96 a 45 antes de Jesucristo.
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En recuerdo, admiración y respeto a D. Leopoldo Vázquez y Rodríguez, Luís Gandullo y D. Leopoldo López de Saá - La Tauromaquia - 1895