DISPOSICIÓN EN LA PLAZA DE LOS INTERVINIENTES (antigua usanza)
Una vez hecho el saludo a la presidencia, los picadores de tanda y los llamados de entra y sal se proveen de las garrochas reconocidas y marcadas de antemano, y todos los lidiadores ocupan los sitios de plaza que la experiencia ha señalado como más convenientes y son o deben ser por lo menos:
El de los picadores, cerca de las tablas, a la izquierda de los toriles, y a una distancia aproximada de diez u once metros, el más moderno, y a catorce o quince el otro, ambos en disposición de picar, toda vez que es lo natural y casi seguro, que ellos sean el blanco más fácil que encuentre el toro en su primer ímpetu.
Entre uno y otro picador se situarán, bien el espada que ocupe el último turno, ya el sobresaliente o el peón que designe el jefe del redondel, para estar á la defensa del picador.
El que tenga esta obligación podrá estar en el estribo o entre barreras, a igual distancia de los dos picadores.
Frente a la puerta de salida habrá un par de peones con los capotes prevenidos, para llamar en caso de necesidad la atención de la res y acudir con prontitud a la menor eventualidad que suceda.
Los espadas se situarán convenientemente, y donde consideren que es más necesaria su presencia, para seguir las peripecias de la lidia o abrirse de capa ante el toro que les corresponda, caso de que éste saliera abanto y con muchas facultades, a fin de cohibirle éstas y llamarle la atención para que se fije en los objetos.
Los peones a quienes corresponda estar entre barreras procurarán situarse en lugar distante de los toriles, y por el callejón no circularán sino los operarios y dependientes que sean precisos, debiendo evitarse asimismo y con toda energía que en la parte de barrera que corresponde á la derecha de los chiqueros y más especialmente al exterior, se sitúe persona alguna con objeto de llamar la atención de los toros en el momento de su salida, para que modifiquen el viaje que naturalmente emprendieron.
El director de lidia, en uso de las amplias atribuciones que tiene concedidas dentro del redondel, y a fin de evitar abusos, cuidará de que estos detalles se ultimen con rigor, prohibiendo de igual modo a los llamados monos sabios que permanezcan en el redondel y marchen en grupos detrás de los jinetes con el pretexto de llevar del diestro a los caballos y arrearlos.
El picador debe entrar solo a practicar la suerte, y cuando más, seguido de uno de los monos, yendo los demás que están encargados de levantarle en las caídas por dentro del callejón, hasta que sean necesarios, en cuyo caso saltarán al redondel, abandonándole inmediatamente de cumplir su cometido.
Prevenida la gente en esta forma, llega al fin el momento con tanta impaciencia deseado por el publico, ese minuto de expectación y anhelo en que las ávidas miradas de los asistentes se concentran en la puerta roja que ha de dar escape al agente más indispensable de su fiesta favorita; ese minuto durante el cual, y a creer a Cuchares, el torero no sabe dónde se ata la faja, y que tiene el privilegio de suspender en todos los labios la conversación más interesante, porque el alma, entregada a la curiosidad y las ideas a la asechanza del deleite, no tienen otro deseo en cuanto el presidente hace la tan conocida señal y vibran los agudos clarines como toques de guerra, que uno solo y no parecido a ningún otro, el de admirar al toro que sale desafiando, revolviéndose y presagiando en su encendida mirada que brilla al sol y en la deshecha baba que arroja a un lado y otro como tenues hilos metálicos, un capítulo de horrores que por misterio inexplicable de nuestro organismo si los condena la conciencia, tienen la facultad exclusiva de electrizar el pensamiento, suspender el ánimo, y producir ese aplauso que desde el primero al último día del mundo, desde el siglo de Caracalla hasta estos siglos civilizados y pusilánimes, resonando a través de todos los tiempos y levantando ecos en todos los países, estalla ante todos los espectáculos horribles, sí, pero marcados con un sello de grandeza indudable.
En recuerdo, admiración y respeto a D. Leopoldo Vázquez y Rodríguez, Luís Gandullo y D. Leopoldo López de Saá - La Tauromaquia - 1895