EL TORERO - LIDIADOR DE TOROS
La profesión de lidiador de toros, hoy tan considerada, floreciente y objeto de singulares atenciones para todas las clases de la sociedad, no mereció la misma distinción en los pasados tiempos, cuando la fiesta, únicamente practicada hasta entonces por individuos de la nobleza, gentes de armas y caballeros de buen origen, comenzó a ser ejecutada por hijos del pueblo con otro carácter y como profesión, en la que exponían de continuo su vida mediante un escaso estipendio.
Esta fiesta fue execrada por el rey don Alfonso X el Sabio, en su famoso Código de las Siete Partidas, y anatematizada por el papa Pío V, que en su bula De Salute condenó la lidia de toros, fulminando entredichos contra los príncipes que las consintieran en sus reinos, y en otra lanzó Excomunión Mayor contra los lidiadores, privándoles de sepultura eclesiástica en caso de morir en su arriesgado ejercicio, bulas que fueron modificadas más tarde por la Constitución XLVIII del Papa Gregorio XIII y el rescripto de Su Santidad Clemente VIII, en vista de lo poco que consideraba aquellos documentos pontificios, el cristianísimo rey don Felipe II, cuya hábil política no consentía que decreto alguno del orden religioso o civil se antepusiese a su voluntad soberana, que lo absorbía todo, hasta el punto de que hubiera podido exclamar mejor que Luís XIV: "Yo soy el cielo y el Estado y Dios y el rey"; y es que a Felipe II, que ya había tenido en poco la petición aprobada por las Cortes de Castilla en 1566 para que no se corrieran toros, no se le ocultaba el profundo arraigo que en las costumbres de su pueblo tenía una fiesta que, en vez de perjudicar, engrandecía, conservando con su ejercicio el vigor y la disposición de sus hombres para el combate.
Las condiciones de que debe estar adornado el torero de a pie para el mejor ejercicio de las suertes y lucimiento en ellas, son:
Valor, agilidad y conocimiento de los preceptos de la Tauromaquia.
El valor no consiste en esa ciega temeridad de que tantos insensatos alardean, sino en saber conservar delante del toro la presencia de ánimo indispensable para ejecutar en el momento preciso la suerte requerida, pensando más en su perfección que en el peligro que se pueda correr.
La agilidad del torero no se debe confundir con la del acróbata, porque ni se manifiesta en los saltos inoportunos y fuera de la visual del toro, ni en las volteretas innecesarias que acaso puedan deslucir una suerte, ni en el bailotear sin freno delante de los animales que no tienen malas condiciones ni deben inspirar cuidado al lidiador. La agilidad debe traducirse únicamente en la soltura de los movimientos, en la fuerza y velocidad de la carrera, en la movilidad necesaria del cuerpo o de las piernas para trasladarse de un terreno a otro, al querer sujetar la res, al ejecutar o rematar una suerte con lucimiento, y al evitar de un solo salto los embroques en el momento necesario.
En recuerdo, admiración y respeto a D. Leopoldo Vázquez y Rodríguez, Luís Gandullo y D. Leopoldo López de Saá - La Tauromaquia - 1895