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La Lidia

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LA LIDIA

Siendo la tauromaquia un arte esencialmente práctico, sujeto además a las multiplicadas contingencias de súbitos e imprevistos accidentes, que forman otras tantas y continuas excepciones de los principios establecidos y de las reglas clásicas, es punto menos que imposible escribir un libro teórico sobre el toreo, que enseñe lo bastante, ilustre lo suficiente, y satisfaga hasta el grado apetecible el afán del curioso y la investigación del profano.

El toreo principia por requerir la armonía de varias cualidades, que siendo difíciles de reunir y de combinar, dividen la profesión en escuelas, que ninguna es el efectivo tipo del arte.

Tomando por punto de partida el toreo a cargo de lidiadores de profesión, cuando la nobleza andaluza y castellana abdicó el rejón, la lanza y la espada de los empeños de a pie, se concibe que en Sevilla y en Ronda eligiesen las maestranzas para Bellón y Romero los toros de mejor trapío de las vacadas de ambas zonas; pues que si la suerte de matar consistía en recibir los diestros a las reses en sus violentas arremetidas para envasarles el acero en los rubios al humillar el testuz, rehurtando el cuerpo de las astas, mientras que el bruto fuese más boyante y de más genio, mejor podía ejecutarse el lance por el espada.

La ganadería no era entonces una recomendación especial del espectáculo, como ahora, y así lo demuestran las crónicas de festejos reales de aquella época, y las cédulas de invitación donde se anunciaban las pruebas y lidias de cinco, seis, diez y doce toros, sin expresión de sus respectivas castas, procedencias, ni divisas particulares; ni más nota del ganado que advertir que las reses eran escogidas en las condiciones más favorables para la ejecución de los lances especificados en el programa de las funciones.

Tan luego como se introdujeron las corridas en temporadas en Madrid, Sevilla, Ronda, Granada, Zaragoza, y pueblos de importancia menor, calcularon las empresas la ventaja de proporcionar los toros de las castas más finas y antiguas de cada región y su circuito, y se empezaron a conocer las progenies famosas de Gijón, Cabrera, Salvatierra, Freire, Muñoz, Peñaranda, Espinosa, Gallardo, Trapero, Marín, Bello, Guendulain, Vista-hermosa, Vázquez, y otras de justa nombradía.

El toreo al salir de las zonas determinadas de su ejercicio traía el carácter peculiar y dominante de las ganaderías lidiadas en cada país. En Navarra era inquieto, rápido y decisivo; porque se lanceaban castas aviesas, de mucho sentido, y que se revolvían con extraordinaria prontitud. En Castilla se toreaba cerca y con infinitas precauciones; porque sus toros se defendían y cobraban malicia a los pocos trances de la lid. En Aragón se bregaba infinito para conseguir la serie de trámites de la lucha; porque el ganado era propenso a aplomarse en cuanto se le dejaba tomar sitios de querencias o sentir alivio de suertes. En Andalucía se inauguró la suerte de recibir por la condición brava y boyante de sus generosos brutos, y el mismo volapié de Joaquín Rodríguez “Costillares”, más que maña contra defensas malignas, fue recurso contra los bichos parados, que teniendo aun voluntad briosa, carecieran de suficiente empuje para el arranque.

La lidia de tan distintas, y aun diversas, castas de toros, por más que dilatara considerablemente el campo á la experiencia de los lidiadores, ensanchando los dominios del arte con esa multitud de recursos que sugiere la necesidad y metodiza después la conveniencia, no fue aceptada desde luego, y sin género alguno de oposición, de parte de los jefes de cuadrillas.

Cuando las maestranzas, hermandades, gremios y empresas, disponían vistas de toros, sin atender a que el crédito de las ganaderías atrajera concurso a las funciones, era natural que cada dueño de torada suministrase los animales más perfectos de la grey, así como los más idóneos a la lidia franca por su bravura y poderío; absteniéndose de presentar en las plazas brutos defectuosos o resabiados, que comprometieran la fama de los criadores, o bien los postergaran en pública competencia a rivales más cuidadosos del renombre de sus castas taurinas. Así que el número de las corridas, la calidad de las razas, y la cantidad de lidiadores, convirtió en ramo de pingüe especulación lo que antes fuera un alarde de lujo de los grandes propietarios agrícolas, el interés egoísta relajó las estrictas circunstancias del ganado de plaza hasta el punto de interpolarse con los toros lidiables, los burriciegos, los tuertos, los enviciados, y los que hablan aprendido maliciosas defensas en diferentes trasteos, y por distintos y reprobados medios. Verdad es que una parte de los adelantos del toreo, y no mínima de seguro, se debe a la precisión de lidiar estas reses defectuosas o enseñadas en corralejas, cerrados o plazas de aldeas, a frustrar los lances con picardías y manejos de recelosos; pero a esta consecuencia se ha llegado necesariamente por una serie tristísima de sucesos desgraciados. Aun dadas las reglas de arte de nuestra moderna tauromaquia, y supuesta en el torero la inteligencia bastante para emplear estos recursos con las fieras que sus malas condiciones hacen de arriesgada lid, todavía no se compensan los resultados de la experiencia táctica con los riesgos de una lucha desventajosa, que se podrían evitar, vedando el palenque a los toros, que pericialmente reconocidos, aparecieran inhábiles para todas las suertes del toreo; aminorando siquiera el exagerado guarismo de brutos de desecho, que el afán de un indigno lucro ofrece en los espectáculos a la dura prueba de la estratégica habilidad de los diestros, que no todos pueden repetir la histórica frase de Pedro Romero:--«Yo mataré todos los toros que pasten en el campo.»

 

 

En recuerdo, admiración y respeto a Don José Velázquez y Sánchez - Anales del Toreo - 1868