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* LOS AMIGOS DE LOS TOREROS * Por: Don Natalio Rivas

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  DE LOS APUNTES PARA MIS MEMORIAS

 

* LOS AMIGOS DE LOS TOREROS *

 

Por: Don Natalio Rivas Santiago

 

La vida íntima de los lidiadores, cuando están en plena actividad profesional despierta una incitante y atrayente curiosidad, porque está, sembrada de episodios asaz interesantes. 

Recuerdo que allá en mis años mozos disfrutó de una popularidad tan Intensa como fugaz y transitoria el escritor naturalista Eduardo López Bago, que con cierto envanecimiento decía ser el primer importador en nuestro país de la escuela de Emilio Zola tan en auge en aquellos tiempos. Publicó varias novelas, que titulaba médico sociales, en un estilo tan crudo que rayaba en pornográfico, y de conceptos tan audaces que fue perseguido de oficio ante los Tribunales, aunque no se puede negar que fue absuelto por el Tribunal Supremo. 

Uno de los estudios que quiso hacer fue el de las andanzas de los grandes espadas en la época de su mayor actuación, para lo cual, previo consentimiento del interesado, acompañó a una de las más renombradas ferias al torero que a la sazón gozaba de más nombradía. Producto de aquella expedición fue un libro en el que, disfrazando los nombres, aunque sustituyéndolos por otros que daban a entender bien a las claras cuáles eran los verdaderos, relataba un encuentro galante, del que había sido protagonista, el famoso torero. La escena, tal como la refiere, carece de los velos con que deben cubrirse determinadas desnudeces y de la habilidad indispensable para desarrollar tema tan espinoso, que demanda el empleo de frases que reclaman la honestidad y la más elemental prudencia. Y es que las dificultadles que ofrece semejante intento no se pueden salvar más que con un ingenio tan agudo que son contadísimos los que lo poseen. No basta el dominio del idioma, que López Bago manejaba con perfecta corrección, para salir victorioso en empresa tan arriesgada.

No es mi propósito tratar de asuntos tan vedados, porque mi modo de ser habitual rechaza el penetrar en la vida privada; pero sí, lo que no sucede, me acuciara la tentación de hacerlo, me faltarían medios de expresión adecuados para realizarlo en la forma decorosa y decente que requiere empeño de índole tan compleja. Por ambas razones no emprendo ese camino y paso a ocuparme exclusivamente de la maléfica influencia que siempre han ejercido en el camino de los ases de la torería ciertos amigos de ellos, tan indiscretos como oficiosos. 

Los que quieran conocer el episodio que indico pueden darse el gusto de consultar el libro que, aunque muy agotado, no será imposible encontrarlo. Se titula "Luis Martínez, el espada".

La afición a los toros, que viene cautivando mi gusto desde hace más de sesenta años, me ha ofrecido multitud de ocasiones en las cuales he podido observar hasta dónde suele ser nociva la oficiosidad de los que, haciendo alarde de íntimo afecto con determinado diestro llegado a las cumbres de la fama, se constituyen en tutores suyos empujándoles no a competiciones nobles y lícitas, sino a rencorosas rivalidades que matan el compañerismo compatible con la emulación. 

Voy a citar un caso que fue vivido por mí. Reservando los nombres de los malos consejeros.

Era, y es ahora más que entonces, el conde de los Andes, persona de mi más entrañable cariño, uno de los predilectos amigos del inolvidable Joselito, y yo de los más íntimos de Belmonte, al que profeso paternal inclinación.

El conde de los Andes, noble, caballero y generoso apreciaba, y yo compartía su criterio, que los lidiadores deben mantener un trato cordial, sin perjuicio de sostener en la Plaza el afán legítimo de aventajar al compañero. 

La competencia no sólo es legítima, sino necesaria, porque ello da lugar a que los que compiten perfeccionen su trabajo y el público quede satisfecho y mejor servido. Lo que no puede holgar a ningún espíritu medianamente educado es que la rivalidad pundonorosa, que ennoblece a los contendientes, degenere en pugna áspera y avillanada que trascienda a la relación personal  y engendre odios y malquerencias.

Así opinábamos, y lo mismo él que yo enderezábamos a ese fin la influencia que nos otorgaba la amistad que nos unía a cada uno de los dos afamados matadores. Pero no todos procedían igualmente. La mayoría les aconsejaban en sentido contrario y dedicaban sus afanes, dignos de mejor empleo, a la ingrata tarea de envenenar a los dos jóvenes diestros. Y lo más grave fue que lo lograron, aunque, afortunadamente, por una breve temporada. 

Como de ello no he conservado apuntes, acaso cometa error de fecha; pero en lo que tengo absoluta fijeza es en la realidad de los hechos.

Debió de ocurrir —repito que es posible que me equivoque— en el mes de junio de uno de los dos años 1914 o 1915.

Celebraba el Corpus dos o tres días antes de tener lugar las corridas de la feria de Algeciras. Habíamos acompañado a Juan Belmonte a Granada varios amigos, entre los cuales recuerdo a Fernando Gillis y Luis de Tapia, para verle torear en la data referida, y seguidamente emprendimos el viaje a Algeciras, donde también había de torear el trianero y Joselito.

Al llegar a la estación de Bobadilla, enlace de los trenes de Granada y Córdoba, coincidimos con Joselito, que, en compañía del conde de los Andes, procedentes de Sevilla, marchaban en la misma dirección que nosotros. 

En aquella sazón, da labor insidiosa y maléfica de algunos amigos de ambos espadas había rendido fruto tan desgraciadamente efectivo, que los muchachos hubieron de llegar hasta no cambiar el saludo. Como dicha tirantez era bien conocida, en Algeciras esperaba el numeroso público —que en su mayoría desea con avidez la tragedia— que en el ruedo llegaran los dos toreros, encendidos por la rivalidad, a correr los más graves peligros.

El grupo Belmonte nos acomodamos en un departamento, y en otro, del mismo vagón, Joselito y sus acompañantes. A poco de arrancar el tren, nos reunimos el conde de los Andes y yo, y acordamos poner al habla a los dos contendientes; cosa fácil, porque ninguno había recibido ofensa del otro. Aquel estado de aparente disgusto era el producto de la imprudente y nada piadosa obra de los que se dedicaban a soliviantares hiriéndoles el amor propio. Y dicho y hecho. El conde buscó a José y yo a Juan, les pusimos en relación e improvisamos una partida de giley, juego muy propio de toreros y aficionados. Recuerdo que la compusimos Joselito, Belmonte, Gillis, Tapia. el picador Camero y el que escribe estas líneas. La más franca y noble hermandad resplandeció en todo el viaje. Llegamos a Algeciras, y en la estación la concurrencia era tan enorme que nunca la he visto igual en aquella ciudad. Los partidarios de los dos ases taurinos esperaban, sin duda, que sus ídolos vendrían separados y dispuestos a desaforada pelea, y cuando les vieron que llegaban reunidos jugando y en la mejor armonía, el desengaño fue tremendo, y supe después, por amigos míos, que cuando se enteraron de que Andes y yo habíamos sido les autores de la reconciliación, nos maldecían a grito herido. 

Desde entonces, hasta la desgraciada muerte del gran lidiador, fueron verdaderos amigos, sin perjuicio de procurar cada uno el triunfo en el redondel. 

 

Fuente Documental: Junta de Castilla y León - Biblioteca Digital Castilla y León. Este artículo se publicó en El Ruedo (Suplemento taurino de Marca) Madrid, 04 de octubre de 1945.